“Un día de primavera, Laura y sus compañeros de clase se fueron de
excusión al acuario. Había toda variedad de animales del mar, algunos grandes, otros
pequeños, con dientes afilados, otros muy largos… Algunos parecían ser muy
simpáticos, como las tortugas, los delfines y las belugas, otros sin embargo
parecían ir a la suya como las anguilas. Dentro del recinto había un túnel
hecho de cristal con el que se podían ver a los peces cómo pasaban por encima
de sus cabezas. ¡Parecía que estuviesen dentro del océano! Era muy bonito.
Lo que más les gustaba a todos era que, al terminar ver todas las salas,
pasaban por las tiendas de regalo y veían qué cosita se podían comprar para
llevárselo a casa como recuerdo. Nada más llegar allí todos empezaron a buscar
entre las estanterías. Había tazas, lápices, imanes, llaveros, camisetas, etc.
¡Un sinfín de cosas! De pronto, uno de los compañeros propuso que todos se
compraran la misma cosa, así sería un recuerdo compartido por todos. Toda la
clase se emocionó y aceptaron la propuesta. Pero… ¿Qué podían comprar? Una
camiseta era muy cara, los bolis y los llaveros era algo muy común… y cuando ya
no sabían qué podían comprar, una compañera vio dentro de una caja unos relojes
de arena hechos con pequeñas piedrecitas de mar pintadas con colorines. Era un
recuerdo muy vistoso. Todos aceptaron y empezaron a coger relojes de la caja.
Laura se había quedado mirando unas pequeñas conchas de mar y no se había dado
cuenta, cuando de repente vio que todos sus compañeros llevaban en su mano el
reloj de arena. “Vamos Laura, ve a coger el tuyo!” Laura se había despistado y
no se había dado cuenta de que habían elegido ese recuerdo. Fue corriendo hacia
la caja donde estaban los relojes de arena y ufff…¡por suerte quedaba uno! Se
quedó mirando el reloj y le pareció bonito, se sintió afortunada de haberlo
cogido y fue a la caja a pagarlo.
Todos contentos con los relojes en sus mochilas se subieron al autobús.
Cuando estaban ya de vuelta a la escuela, empezaron todos a sacar sus relojes y
a cronometrarse unos a otros, jugando a las adivinanzas. Si se encontraba la
respuesta antes de que toda la arena se posara en la parte de abajo, se ganaba
1 punto. Laura sacó el suyo, pero vió que curiosamente era diferente. Cuando sus
compañeros vieron que su reloj no era el mismo le dijeron que había cogido el
más feo. Laura se defendió diciendo que era especial, pero los otros niños le dijeron
que era raro, diferente y ridículo porque no era igual. A Laura le parecía
bonito, pero como vio que los relojes de sus compañeros eran iguales, se convenció
a sí misma de que el suyo, el que no era igual, era feo. Empezó a desanimarse
por no tener el mismo reloj que todos sus compañeros, y llegó a pensar que no debería haberlo cogido. Ya no
era un recuerdo compartido, al menos no sentía que así fuese, porque le habían
dicho que el suyo no era bonito.
Cuando llego a casa lo dejó a desgana encima de la mesa. Pero de
repente sucedió algo inesperado, las bolitas de arena no bajaban… ¿Qué pasaba? Laura
empezó a mover su reloj dándole golpecitos para que bajaran. ¿Se habían quedado
pegadas? Pero entonces al darle la vuelta vio que las bolitas no se deslizaban hacia
abajo sino que subían hacia arriba! Laura se quedó perpleja. Su reloj no funcionaba
como uno convencional, ¡iba al revés!
Empezó a saltar de alegría, y es que el reloj que todos los demás
tachaban de diferente y feo realmente era muy especial. Laura entendió que el
hecho de que sus amigos lo vieran raro y feo, no tenía porqué ser realmente
así. Desde aquel día, Laura empezó a ver su reloj como un objeto único.”
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